MUSEO CRISTO DE LA SANGRE.

UNA HISTORIA ALTERNATIVA DE LA ESCULTURA PASIONARIA EN MURCIA

Pedro A. Cruz Sánchez – Director del Museo

El Museo del Cristo de la Sangre constituye uno de los grandes patrimonios culturales “periféricos” de la ciudad de Murcia. El empleo de un término como el de “periférico” no es casual: de un lado, alude a su situación al otro lado del umbral psicológico marcado por el Río Segura; de otro, determina un cierto olvido o minusvaloración por parte de la identidad cultural construida por los murcianos a lo largo del último siglo. La primera sede el Museo del Cristo de la Sangre en las angostas salas de las Iglesia del Carmen, de difícil acceso, motivó su desaparición de los principales circuitos turísticos y culturales, y que, durante años, su valor permaneciera casi desconocido. El problema de raíz con el que partió este Museo es que, en ningún momento, la imaginería que integra su fondo patrimonial consiguió separarse de su estricta consideración como “escultura procesional”. Dicho de otro modo: más allá de la admiración que puedan haber despertado en el contexto del desfile pasionario que recorre las calles de Murcia durante la tarde del Miércoles Santo, las tallas que alberga el Museo “colorao” no consiguieron ser vistas en función de su incalculable valor artístico. A diferencia, por ejemplo, del modelo hegemónico del Museo Salzillo, en el que el “valor artístico” de la obra expuesta preexiste al “valor procesional” del que hace gala durante la mañana del Viernes Santo, el Museo del Cristo de la Sangre no había podido “construir” una dimensión artística autónoma para las imágenes a las que ofrece residencia. De ahí que, en suma, ésta se pueda considerar como la gran deuda histórica de la cofradía carmelitana ha tenido hasta el presente para con su patrimonio: añadir al valor procesional de sus esculturas la legitimidad de su valor artístico.

El traslado, en 2014, del Museo del Cristo de la Sangre a la céntrica Sala del Martillo –situada en la Glorieta de España-, así como su redefinición en forma de la exposición Lazos de Sangre: Tres siglos de Arte y Devoción en Murcia, supuso algo más que una simple y llana vindicación de un patrimonio escasamente atendido. De lo que se trató con su celebración es de diseñar un contexto de valoración diferente para un conjunto imaginero incrustado en el fervor popular desde hace décadas y siglos, y que, a resultas de su vinculación con diversas situaciones e imágenes tradicionales, no había logrado encontrar un espacio de interpretación aparte, en el que ser analizado con el rigor y la objetividad requeridos. Por expresarlo de una manera fácilmente comprensible: lo que se buscaba en esta muestra es arrancar el legado artístico de la Sangre de la situación emocional vivida cada Miércoles Santo, para otorgarle un marco de interpretación diferente en el que se haga factible la objetivación de su valor artístico. Con la excepción del titular de la Archicofradía, el Santísimo Cristo de la Sangre, el cual ha trascendido el nivel de popularización del resto de tallas y alcanzado un estatus artístico por sí solo, el resto de obras que se exponen en el Museo del Cristo de la Sangre no han disfrutado de un análisis justo y comprometido que les permita definir su valor y posición dentro de la historia del arte de la Región de Murcia. Es ésta la razón por la que Lazos de Sangre no había de ser definida tanto como una “muestra de Semana Santa” –una suerte de subgénero que, con frecuencia, se emplea peyorativamente para etiquetar determinados eventos que no alcanzan el interés de lo artístico y que poseen una vocación eminentemente endogámica-, cuanto como un ejemplo paradigmático de puesta en valor de un patrimonio artístico hasta el momento minusvalorado o superficialmente advertido.

Indudablemente, el contexto proporcionado por Lazos de Sangre motivó un cambio de mentalidad en torno al patrimonio de la Archicofradía de la Sangre que allanó el camino para la construcción de una sede definitiva para el Museo encargado de exponer y conservar su patrimonio. Durante los cuatros años que esta muestra permaneció abierta (2014-2018), se llevaron a cabo las obras de adecuación del nuevo Museo en las dependencias del antiguo Colegio del Carmen –junto a la Iglesia Arciprestal del mismo nombre. El proyecto constituye uno de los ejemplos más exitosos de colaboración público/privada en materia cultural de la historia reciente de la Región de Murcia. El Ayuntamiento de la capital cedió a la Archicofradía de la Sangre unas dependencias sin uso alguno, y ésta las puso en valor a través de sus propios fondos. El resultado ha sido uno de los espacios de exhibición de arte más sugerente, moderno y funcional de todo el panorama autonómico. Con esta nueva infraestructura, el extraordinario patrimonio de la Archicofradía podrá ser contemplado en unas condiciones óptimas, en el que sus muchas singularidades lucirán en un espacio adecuado capaz de hacer emerger una parte importante y hasta el momento mal conocida del patrimonio artístico murciano.

1. La alternativa a Salzillo y su escuela

Como se acaba de indicar, el nuevo Museo del Cristo de la Sangre permite apreciar el incalculable valor de un patrimonio escultórico en un contexto diferente al del desfile procesional. A la hora de confeccionar el discurso museográfico, dos han sido los vectores que han guiado la organización del display: 1) el de la singularidad estilística de un patrimonio que, en su conjunto, ofrece un inigualable contrapeso a la hegemonía de Francisco Salzillo y su prolongada y secular escuela; y 2) la creación de una narrativa polarizada por las dos figuras señeras del patrimonio escultórico de la Archicofradía: Nicolás de Bussy y Juan González Moreno. Así, y en primer lugar, se advierte la coherencia de un relato que, a lo largo de más de tres siglos, ha consolidado una alternativa a Salzillo y su escuela, fundamentada evidentemente en la figura referencial y poderosa de Nicolás de Bussy, y cuya continuidad en el tiempo está hilvanada a través de los ejemplos más cercanos de Juan Dorado, Juan González Moreno, José Hernández Navarro, Ramón Cuenca y Yuste Navarro. Este eje mayor de expresión se complementa con un eje menor y secundario –si se lo compara con el primero-, que es el que conecta los diferentes reflejos de la estética salzillesca en diferentes momentos del patrimonio de la Archicofradía: Roque López, Sánchez Lozano y Gregorio Molera.

Si se profundiza con algo más de detenimiento en esta segunda línea, se advertirá la “declinación” especial que adquirió el legado de Salzillo en el patrimonio escultórico de los “coloraos”. La obra clave, en este sentido, es la Samaritana (1799), de Roque López; una composición que en modo alguno se limita a continuar impersonalmente el “modelo Salzillo”, sino que lleva a su máximo desarrollo la deriva rococó perceptible en su última fase. De hecho, La Samaritana, además de suponer la creación más rococó de toda la escultura pasionaria murciana, representa un excepcional “apunte cortesano” dentro del contenido universo barroco del sureste español. En ningún otro “paso” de los múltiples cortejos procesionales que desfilan en esta área geográfica, se aprecia una influencia tan directa y espontánea del “espíritu galante” que vertebró el tardobarroco europeo. Es dable entender que, tanto por la temática trabajada como por la datación más temprana, en La Dolorosa que el mismo Roque López realizara en 1787 para la Archicofradía esta sensibilidad cortesana no se encuentre tan desarrollada; circunstancia la cual no evita, sin embargo, el que, pese a tratarse de una reproducción exacta del patrón iconográfico ideado por Salzillo para la Cofradía de Jesús, se aprecie una dulcificación del gesto de dolor amargo, duro y concentrado que distingue a aquélla. Lo que en Salzillo era una reacción expresiva que capturaba el rostro y las manos de la figura en el pico de una pasión insondable, de una desolación infinita que se adensa en unas pocas coordenadas físicas, en el caso de Roque López se manifiesta una moderación emocional, consecuencia de la transformación de la amargura en gracia. Los brazos, los ojos, la boca, los pómulos ya no reaccionan en respuesta a un latigazo de dolor que desborda todas las “precauciones emocionales” del alma; su configuración aquí, lejos de ser espontánea, existencial, responde a un repertorio de poses “estudiadas”. El dolor aparece rebajado por la gracia; la turbulencia espiritual es “domesticada” por el movimiento “ensayado” del cuerpo.

La presencia que este “eje salzillesco” posee en las incorporaciones realizadas al patrimonio de la Archicofradía de la Sangre durante el Siglo XX, y más concretamente en el intenso y fructífero periodo de Posguerra, se puede calificar de residual. Tanto Sánchez Lozano como Gregorio Molera se limitaron a restituir piezas que habían sido destruidas durante la Guerra Civil, y que dejaron mermados los conjuntos escultóricos de El Pretorio y La Negación. Mientras que el paradigma representado por Roque López es el propio de lo que se podría tildar como una interpretación dinámica del “modelo Salzillo”, los casos de Sánchez Lozano y Molera tipifican la más extendida de las cristalizaciones que adquirió su escuela: la de una interpretación estática, que operaba mediante una repetición idealizada de estándares iconográficos sedimentados en el imaginario colectivo. Atendiendo a esta peculiaridad, no se trataba tanto de ampliar los límites del propio modelo cuanto de codificarlo mediante fórmulas perfectamente reconocibles y estereotipadas.

Cuando, en un salto de registro, se centra la atención en el eje mayor y más privativo de los que conforman el patrimonio escultórico de la Archicofradía de la Sangre, la primera y más temprana conclusión que se extrae es que en el mismo se halla el otro origen, el más desconcertante e inclasificable, de la escultura pasionaria surestina. Las tres piezas magnas que se conservan de la colaboración de Nicolás de Bussy con la Archicofradía –el “San Pedro” de La Negación (1689), el Santísimo Cristo de la Sangre (1693), y el “Ecce Homo” de El Pretorio (1699)- son el vestigio de un expresionismo que se establece como una “isla” estética en el contexto de la imaginería española. Mientras que la escuela castellana se inclinó por una escenificación del dolor físico y sus consecuencias sobre una piel herida por decenas de sitios, el dramatismo del genio estrasburgués se expresó a través del carácter intangible y más espiritual del sufrimiento. “Dolor” y “sufrimiento”, pese a su tendencia a igualarse como sinónimos en la praxis cotidiana, implican dimensiones diferentes del drama: el primero es puramente físico; el segundo moral y existencial. Y lo que De Bussy introduce en la escultura pasionaria española es precisamente la hondura vertiginosa de la expresión, materializada más en los pliegues reconcentrados de la piel del rostro que en la tentación de un despliegue sanguinolento.

Lo extraordinario de este “origen otro” en el que la Archicofradía funda la peculiaridad insobornable de su patrimonio es que no tuvo una continuidad directa, que, a diferencia de lo que sucedió con Salzillo, el “modelo De Bussy” no fue susceptible de ser reducido a unos códigos o “vocabulario común” que garantizasen su divulgación en el tiempo. Curiosamente, cuando, después de la Guerra Civil, se recurre a un artista como González Moreno para restituir al desfile procesional dos de los tronos esenciales del tradicional ciclo pasionario de la Sangre –El Lavatorio (1952) y Las Hijas de Jerusalén (1956)-, los resultados obtenidos no sólo permitirán hablar casi de una refundación estética de la Archicofradía, sino que, además, singularizarán a este autor como otra “isla”, sin antecedentes ni escuela posterior que pudiera tipificar sus innumerables y geniales hallazgos. Quizás, uno de los grandes problemas que ha tenido el Museo de la Sangre a la hora de establecer un contexto estrictamente artístico para la interpretación de su patrimonio escultórico es que, precisamente, los dos grandes pilares sobre los que se apoya éste –Nicolás de Bussy y Juan González Moreno- han carecido de un “eco histórico” en forma de militantes escuelas, que actuasen como eficaces divulgadoras de sus improntas estéticas.

En el caso de González Moreno, su irrepetible enseñanza posee una explicación primera tan básica como contundente: en un momento en el que la imaginería surestina se hallaba atrapada en el bucle de un “salzillismo” que estandarizaba cualquier intento de aportación personal, su obra supone una ruptura drástica y sin sentimentalismos con esta tradición, y, lo que resulta tanto más importante, la invención ex nihilo de una serie de tipos completamente desconocidos en el ámbito de la escultura procesional. Nunca la estética moderna y laica se había introducido de manera tan “natural”, tan evidente y lógica, en un dominio tan receloso de su especificidad y reservado como el de la imaginería. González Moreno consiguió en sus dos grandes conjuntos para la Archicofradía una brillante concreción paradójica, todavía hoy difícil de desentrañar en sus más mínimos detalles; de un lado, vulgarizó conscientemente cada uno de los tipos alumbrados, con el fin de acercarlos a la “sensibilidad de la calle”; pero, de otro, operó una idealización de lo cotidiano que conlleva el que, en cualquier caso, lo específico, aquello con lo que, sin ninguna duda, se podría topar cualquier espectador en uno de sus paseos diarios, no sea sino una “generalidad” inalcanzable.

Este “relato de discontinuidades”, de “autores-isla” que, por su excepcionalidad y ausencia de contexto, no consiguen reflejarse en generaciones posteriores, se prolonga hasta fechas más recientes, cuando, en primer lugar, José Hernández Navarro, y, con posterioridad, Ramón Cuenca y Yuste Navarro, suman al patrimonio de la Archicofradía obras como Jesús en casa de Lázaro (1985), El Cristo de las Penas (1986), el Cristo del Amor en la Conversión del Buen Ladrón (2011), San Vicente Ferrer (2011) y el Cristo de la Redención (2017). Si Hernández Navarro ha mantenido un diálogo permanente con la historia del arte que ha derivado en un rigor anatómico sin apenas antecedentes en la imaginería murciana, y Ramón Cuenca sobresale por la referencia a un barroco intemperante, vaporoso, que rompe con la moderación del clasicismo imperante en esta área geográfica, Yuste Navarro se revela como una excelente y original síntesis entre el dramatismo centroeuropeo  de Bussy y la cotidianeidad mediterránea de González Moreno. En los tres casos, parece clara la “rebeldía” con respecto al modelo canónico de Salzillo y la intención de generar paradigmas hasta cierto punto disidentes que permitan una renovación de este género artístico, en ocasiones tan inmovilista y enrocado en viejos patrones.

2. El “doble origen” estético de la Archicofradía

Si el primer vector que dirige este proceso de recontextualización artística del patrimonio de la Sangre es el subrayado de todos aquellos elementos que hacen de su colección escultórica una narración alternativa al relato canónico representado por Salzillo, el segundo a destacar no resulta menos interesante: se trata de que, tanto por la lista tan heterogénea de nombres que han participado en su confección como por la extensión de tiempo tan dilatada que abarca (1689 – 2017), este conjunto artístico se articula como una breve pero densa historia de la imaginería en Murcia. Muy pocas son las cofradías españolas en las que, a través del legado que atesoran, se puede percibir tan clara y pedagógicamente los periodos estilísticos y grandes transformaciones de la escultura pasional del territorio en el que se encuentran. En el caso de los “coloraos”, es justamente la configuración de un relato preponderante de resistencia a la escuela de Salzillo lo que ha motivado que su patrimonio resulte tan atractivo y sugerente a la hora de ilustrar los hitos fundamentales de este proceso de cambio. Y la razón es evidente: mientras que las sucesivas fases que han jalonado el “modelo Salzillo” han iluminado una historia sin apenas alteraciones y sorpresas, el discurso paralelo –es decir, el conformado por todos aquellos que no se replegaron a los estereotipos cerrados por los que se expandió el salzillismo- ha evidenciado una mayor libertad y flexibilidad estética a la hora de plantear sus formulaciones. Dicho en otros términos: es en este relato alternativo en el que se han operado las principales fracturas y transformaciones, y en el que la imaginería surestina ha podido alumbrar un nuevo lenguaje capaz de librarla de las inercias y el inmovilismo inducidos por la referencia monumental de Salzillo. Y habida cuenta de que la Archicofradía de la Sangre ha forjado su patrimonio a base de muchas de las principales excepciones a la ortodoxia, es fácil derivar que el discurso expositivo del nuevo Museo de la Sangre aparezca acotado por los dos grandes representantes de esta heterodoxia: Nicolás de Bussy y González Moreno. Frente al carácter estrictamente cronológico de Lazos de Sangre, la exposición del patrimonio de la Archicofradía en ésta su sede definitiva se realiza a través del espacio definido y afectado por sus principales “campos de fuerza”. La división en tres salas del Museo permite que el inicio del recorrido esté marcado por las contribuciones de Bussy y el final por el esplendor de González Moreno. Ambos constituyen los dos paradigmas de la “revuelta estética” representada por la Archicofradía; los dos horizontes estilísticos que hacen comprensible la presencia de nombres como Dorado, Hernández Navarro, Ramón Cuenca o Yuste Navarro. En la actual organización de la colección ha prevalecido el factor diferencial sobre el meramente cronológico. De ahí esta bipolarización del discurso museístico, encargada de subrayar un hecho incontestable: que el patrimonio de la Archicofradía se halla determinado por el doble origen establecido por Nicolás de Bussy y González Moreno.