ISLAS DE SENTIDO
PEDRO MORENO Y LA SOLEDAD DE SER LIBRE
Pedro A. Cruz Sánchez
Hay en la obra de Pedro Moreno un profundo sentido de lo trágico que, aunque más propio del contexto estético abierto tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, radiografía con una precisión asombrosa el sentido de nuestra época. Por paradójico que resulte, en su turbador universo visual, lo llegado a destiempo se convierte en rabiosa actualidad. La oscura galería de personajes que pueblan De Profundis constituye una inesperada revivificación de un lenguaje como el expresionista, convertido -tras el “ardor” posmoderno- en el estilo fetiche del mercado del arte. En la obra de Pedro Moreno, no hay concesiones ni filtros: todo lo que en ella acontece se caracteriza por una autenticidad que, en la apoteosis del simulacro que vivimos, puede resultar hiriente y escandalosa. Cuando el espectador se enfrenta a sus imágenes, genera una sensación de amenaza, de indefensión -la cual, todo sea dicho, viene dada por un adelgazamiento tan extremo del plano de lo simbólico que, a través de su velo, asoma en carne viva la terrible dimensión de lo real.
Las figuras de Pedro Moreno parecen estar atravesadas por ese estado que Sartre definió como la “náusea”. Como explicó el filósofo francés, la náusea no es un conocimiento sino la conciencia radical de lo contingente, del yo como cuerpo. Esta conciencia del propio cuerpo es precisamente lo que distingue a los personajes de Pedro Moreno. Georges Bataille, en Las lágrimas de Eros, asevera que “lo que no es consciente no es humano”. Y no cabe duda que la violencia que experimenta el espectador al asomarse al mundo artístico de Moreno surge del exceso de humanidad de sus sujetos. Si lo humano es un estado de conciencia, dicha conciencia solo puede ser vivida como desolación, como pánico y desgarramiento. Los individuos de Moreno suelen tener los ojos oscurecidos -a veces tachados directamente-, de modo que su mirada termina por convertirse en un insondable abismo, en un agujero negro en el que el lenguaje es devorado sin compasión. En los personajes representados por Pedro Moreno, los ojos no son el lugar en el que la identidad se hace transparente; antes bien, funcionan como un espacio de pérdida, de sustracción de lo social. Los individuos se aíslan de cuanto les rodea a través de su no-mirada. Y, recortados de cualquier contexto, se quedan solos consigo mismos, con una sobrecogedora conciencia de su condición contingente que les golpea hasta deformarlos.
Cuando, con anterioridad, se ha hecho referencia a la “conciencia del propio cuerpo” como el rasgo diferenciador de las figuras de Moreno, no se pretendía sugerir la expresión de esta corporeidad en unos términos visualmente imponentes. Por el contrario, el cuerpo que las singulariza es un cuerpo mermado, mayoritariamente reducido a un esquema triangular que excluye cualquier tipo de detalle. El efecto de “bloque” que generan tales cuerpos no connota tanto una sensación de estabilidad o permanencia cuanto de desintegración. Los “homúnculos” de Pedro Moreno definen, en efecto, su corporeidad en términos de ruina. En Montrer l’invisible, Jean-Paul Curnier se refiere a la ruina como un “fragmento de espacio-tiempo detenido”. La imagen de la ruina es la consecuencia de fijar la degradación. Como explica Curnier, esta se hace visible en la lentitud. Y, ciertamente, cuando se atiende a los cuerpos pintados por Moreno, solo cabe inferir que su desenvolvimiento está regido por una morosidad temporal. En su inexorable descomposición, los homúnculos no viven a través del cuerpo, sino cargando con él. Se mueven con dificultad, respiran a contrapelo, son víctimas de toda la gravedad de su existencia. El escombro pesa mucho más que la arquitectura; y no tanto por su dimensión cuanto por su sentido fatal y de desaparición. Advierte Norbert Elias, en su delicado ensayo La soledad de los moribundos, que “no resulta fácil imaginar que el propio cuerpo, tan fresco y a menudo lleno de sensaciones placenteras, pueda volverse lento, cansado y torpe”. En este sentido, la “conciencia de cuerpo” de los personajes de Moreno muestra el sobrecogimiento que sacude al sujeto cuando se comprende como un cuerpo lentamente reabsorbido por el escombro.
Ahora bien, pese al pesado fardo de su corporeidad y la desolación que esto les provoca, los individuos representados por Pedro Moreno no constituyen entidades alienadas y sometidas a una fuerza u orden exterior. Norbert Elias reconoce que, pese a que los seres humanos son las únicas criaturas capaces de crear y dar sentido, existe “todavía mucha gente a la que se le hace insoportable imaginar que el peso de decidir qué fines debe perseguir la humanidad, qué planes y acciones tienen o no sentido para los seres humanos, caiga sobre sus espaldas. Constantemente buscan a alguien que lleve este peso por ellos, alguien que les prescriba reglas a las que deben atenerse para vivir y que establezcan fines que hagan la pena vivir”. Este, sin embargo, no es el caso de las figuras creadas por Pedro Moreno. Cada una de ellas constituye, en rigor, una isla de sentido -o de sinsentido-. No buscan fuera de ellas ninguna explicación para su existencia; simplemente, se dedican a gestionar el enorme peso de su autodeterminación. La “gravedad de su existencia” a la que antes se ha hecho referencia -ese lastre psíquico que se materializa en sus propios cuerpos- no es síntoma de derrota o rendición, sino el indicio de su insobornable libertad. Están solas, sin ninguna estructura de sentido superior que les marque el camino, pero son libres. Y la libertad es trágica, difícil de asumir. Ser libre es estar solo -parece afirmar Pedro Moreno.