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JOSÉ MARÍA PÁRRAGA: 25 AÑOS DESPUÉS
Pedro A. Cruz Sánchez
Comisario de la exposición



José María Párraga (Cartagena,1937-1997) constituye una de las figuras clave del arte del siglo XX en la Región de Murcia. En su trayectoria, se aúnan dos dimensiones complementarias e imposibles de desligar: la de la obra en sí misma y la del personaje. Esta última lo convirtió en la presencia más carismática del arte regional de la segunda mitad del siglo XX –el perfecto paradigma de la bohemia y de la vida atravesada por la pulsión creadora-. Su cotidianeidad poseía ese sentido de lo performativo que solamente distingue a los genios y que torna su vida en una imprevisible prolongación de su obra. En este sentido, el posicionamiento social de Párraga se muestra deudor de las más puras y genuinas actitudes dadaístas –las del grupo fundador del Cabaret Voltaire, la del irrepetible Arthur Cravan-. En la conservadora y anodina Murcia de los años 60 y del tardofranquismo, durante la Transición y la “movida de los 80”, Párraga siempre representó ese margen de libertad inalienable que, por el propio peso de su personalidad indómita, marcó el rumbo del relato de ruptura del arte y de la cultura regionales.


El “Párraga-personaje” supuso una isla dentro del panorama social del sureste español. Y, en idénticos términos, su producción artística determinó una línea de evolución solitaria que, por su singularidad, no generó escuela ni tuvo seguidores reconocidos. La obra de Párraga se fraguó sin un contexto estético que la explicara. La excepcionalidad de su lenguaje se manifiesta no solo a resultas de su proyección en el ámbito artístico de la Región de Murcia, sino, igualmente, en el del conjunto de España. Durante finales de los 50 y la década de los 60, el arte español se desenvolvió grosso modo en torno a cuatro ejes claramente perfilados: el informalismo; la figuración crítica; el realismo intimista; y los ecos tardíos del paisajismo de la Escuela de Madrid. Aunque es cierto que el lenguaje de Párraga constituye una síntesis de las principales tendencias de su tiempo –una suerte de universo estético impuro, con una sorprendente capacidad de absorción de todo lo que flotaba en el ambiente-, no menos verdad es que dicho vocabulario visual no se acomoda a ninguno de los territorios artísticos mencionados. En las obras de Párraga resuenan decenas y decenas de influencias –desde el Cubismo al Informalismo, pasando por el Expresionismo, el Surrealismo, la impronta sartreana del arte europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial o el muralismo de Guayasamín-, pero, en ningún momento, la detección de tales referentes permite establecer una filiación directa y nítida con ningún episodio concreto de la modernidad. La metabolización que Párraga hizo del arte del siglo XX fue tan sumamente personal que, en puridad, su obra es resistente a cualquier categorización que se quisiera realizar sobre ella. Por más que su mundo visual pretenda ser abarcado con una etiqueta, siempre habrá una parte de él que se escape, que resulte inasible y que desafíe cualquier clasificación.


La exposición José María Párraga. 25 años después pretende, precisamente, revisitar la obra del artista cartagenero no tanto desde una voluntad conclusiva cuanto desde el deseo de abrir nuevas interrogantes. Las piezas seleccionadas están fechadas entre 1956 y 1987, perteneciendo la mayor parte de ellas al periodo de mayor fervor experimental de Párraga: finales de los 50 y la década de los 60. Dibujos, pinturas, collages y pirograbados han sido elegidos con la intención de desafiar los lugares comunes que, sobre su corpus artístico, han ido forjándose durante décadas. Párraga es, al mismo tiempo, el artista más popular y reconocible del arte regional del siglo XX y el que más sorpresas puede todavía deparar. Fuera de los estereotipos estéticos que lo identifican en un solo golpe de vista, existe un amplio universo de variables que complican notablemente la hermenéutica de su obra. Además de los pirograbados -que conforman la parte de su producción más estable y a resguardo de los seísmos emocionales que salpican la biografía del autor-, el resto de trabajos expuestos requieren ser abordados desde lo que Deleuze denominó el “pliegue infinito”: dentro de un pliegue, existe otro, y dentro de este, otro más, y así hasta el infinito. Los primeros años de la trayectoria artística de Párraga suponen una resistencia casi agónica a estabilizar un estilo: las rarezas y excepciones al paradigma estético dominante se multiplican, derivándose de este modo una miríada de “inclasificables” que impide cualquier tentativa generalizadora. Solamente la deformación del cuerpo y la economía del dibujo funcionan como denominadores comunes a los que acudir en busca de una mínima cartografía esclarecedora. Con un escaso número de trazos, Párraga alarga, agiganta, contrae, mutila o metamorfosea la figura, haciendo de su superficie una materia altamente maleable. Con la excepción de sus últimos años -en los que el artista incorporó un sentimiento de horror vacui a sus trabajos-, la obra más deslumbrante de Párraga se ha caracterizado por un “lenguaje de síntesis”, en el que la fórmula “menos es más” adquirió algunas de las plasmaciones más abracadabrantes del arte español del siglo XX. Cada cuerpo representado por Párraga es el resumen de una existencia inabarcable. Los contornos de sus figuras funcionan como el sismógrafo hipersensible que reproduce fielmente su drama vital. La sintaxis corporal deja paso a la parataxis, a una fisicidad que expresa la ausencia de sentido y degenera en lo monstruoso. El cuerpo, alejado de cualquier ideal de belleza, se transforma en una imagen sin modelo, en una realidad altamente inestable y a la deriva.


La presente muestra se halla integrada por una mayoría de piezas hasta el momento inéditas, y que amplían los límites conocidos del universo visual de Párraga. Durante los primeros años de su producción, el artista se comportó como un auténtico “nómada estético”, cuya curiosidad insaciable le condujo a sostener en el tiempo una tensión creativa insobornable. Veinticinco años después de su fallecimiento, José María Párraga, lejos de ser una figura trillada y de la que poco nuevo cabe decir, constituye un apasionante desafío plagado de interrogantes. El mejor homenaje que se le puede rendir es la admisión de la imposibilidad de cerrar su obra de una manera definitiva.